Ramiro Pellitero, School of Theology, University of Navarra, Spain.
Two cities
Imaginemos que somos un grupo de personas que estamos en un campo de concentración. Nos han arrancado de nuestras familias y de nuestra tierra. Nos han quitado todo, también nuestra dignidad, y nuestra vida pende de un hilo. Ahora viene un grupo de nuestros guardianes o carceleros, y burlándose nos dicen: "¡Eh, vosotros! ¡Aquí tenéis una guitarra! ¡Cantadnos alguna canción de vuestra tierra para divertirnos un rato!" Podemos suponer cuáles serían nuestros sentimientos.
Una situación parecida se recoge en el salmo 136. Es un reflejo de la tragedia que vivieron aquellos judíos deportados a Babilonia, después de la destrucción de Jerusalén en el año 586 a. C. La ciudad santa pervivía en el corazón de los desterrados. En esta otra ciudad sus manos estaban ahora paralizadas por el dolor. Las cítaras, colgadas de los sauces. Su lengua se les pegaba al paladar, sólo con pensar en entonar aquellas canciones entrañables, que les recordaban las cosas más queridas, para dar un "espectáculo divertido" a sus verdugos.
Todo esto lo señalaba Benedicto XVI en una de sus audiencias, al principio de su pontificado (30-XI-2005). Y el Papa alemán observaba: "Es casi la anticipación simbólica de los campos de concentración, en los que el pueblo judío —en el siglo que acaba de concluir— sufrió una operación infame de muerte, que ha quedado como una vergüenza indeleble en la historia de la humanidad".
A continuación evocaba a San Agustín, que comenta este salmo pensando en la nueva Jerusalén que es Cristo y en Babilonia como representante de los que no creyentes. El santo doctor se fija en algo sorprendente. No todos en Babilonia son malos redomados. "Esta ciudad que se llama Babilonia también tiene personas que, impulsadas por el amor a ella, se esfuerzan por garantizar la paz —la paz temporal—, sin alimentar en su corazón otra esperanza, más aún, poniendo en esto toda su alegría, sin buscar nada más. Y vemos que se esfuerzan al máximo por ser útiles a la sociedad terrena. Ahora bien, si se comprometen con conciencia pura en este esfuerzo, Dios no permitirá que perezcan con Babilonia, pues los ha predestinado a ser ciudadanos de Jerusalén, pero con tal de que, viviendo en Babilonia, no tengan su soberbia, su lujo caduco y su irritante arrogancia. (...) Ve su esclavitud y les mostrará la otra ciudad, por la que deben suspirar verdaderamente y hacia la cual deben dirigir todo esfuerzo" (Exposición sobre los salmos, 136, 2).
Y Benedicto XVI traducía para hoy esa enseñanza, pensando en muchos que no conocen a Cristo, pero "llevan en sí mismos una chispa de deseo de algo desconocido, de algo más grande, de algo trascendente, de una verdadera redención".
Respecto a los cristianos, dice Agustín: ""Si somos ciudadanos de Jerusalén, (...) y debemos vivir en esta tierra, en la confusión del mundo presente, en esta Babilonia, donde no vivimos como ciudadanos sino como prisioneros, es necesario que no sólo cantemos lo que dice el Salmo, sino que también lo vivamos: esto se hace con una aspiración profunda del corazón, plena y religiosamente deseoso de la ciudad eterna" (ibid.).
Durante la octava de Pascua, el pasado 27 de abril, el Papa ha explicado que la resurrección de Jesucristo nos introduce a los cristianos, por el Bautismo, en una vida nueva: "Una nueva condición del ser hombres, que ilumina y trasforma nuestro camino de cada día y abre un futuro cualitativamente diverso y nuevo para la humanidad entera".
Como consecuencia, San Pablo nos exhorta a "buscar las cosas de arriba…, no las de la tierra" (cf. Col 3, 1-2).
"A primera vista –advierte Benedicto XVI– podría parecer que el Apóstol intenta favorecer el desprecio de las realidades terrenas, invitando a olvidarse de este mundo de sufrimientos, de injusticias, de pecados, para vivir anticipadamente en un paraíso celestial. El pensamiento del ‘cielo' sería en tal caso una especie de alienación".
Pero si se sigue leyendo, se descubre cuáles son "las cosas de la tierra" que hay que evitar: "la impureza, la inmoralidad, las pasiones, los malos deseos y la codicia, que es una idolatría" (Ibid, 5-6). Resume el Papa: "el deseo insaciable de bienes materiales, el egoísmo, raíz de todo pecado". Mientras que "las cosas de arriba" son las actitudes y los sentimientos de Cristo: "sentimientos de ternura, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de magnanimidad, soportándoos unos a otros y perdonándoos unos a los otros (…) Pero sobre todo revestíos de la caridad que los une de modo perfecto" (Ibid, 12-14).
Por tanto, deduce Benedicto XVI, "San Pablo está bien lejos de invitar a los cristianos, a cada uno de nosotros, a evadirse del mundo en el que Dios nos ha puesto.
A continuación enlaza el Papa con la idea agustiniana de las dos ciudades: "Es verdad que somos ciudadanos de otra ‘ciudad', donde se encuentra nuestra verdadera patria, pero el camino hacia esta meta debemos recorrerlo cotidianamente en esta tierra. Participando desde ahora en la vida de Cristo resucitado, debemos vivir como hombres nuevos en este mundo, en el corazón de la ciudad terrena".
Y añade: este es el camino, "no sólo para trasformarnos a nosotros mismos, sino para transformar el mundo, para darle a la ciudad terrena un rostro nuevo que favorezca el desarrollo del hombre y de de la sociedad según la lógica de la solidaridad, de la bondad, en el profundo respeto de la dignidad propia de cada uno". Todo ello lo lograremos si cultivamos las virtudes cristianas (las "cosas de arriba"), presididas y vivificadas por la caridad. Así los cristianos estamos llamados a vivir la Pascua, como "paso" de una vida en la esclavitud a una vida de libertad, animada por el amor. "Cada cristiano, así como cada comunidad, si vive la experiencia de este paso de resurrección, será necesariamente fermento nuevo en el mundo, dándose sin reservas por las causas más urgentes y más justas, como demuestran los santos de toda época y lugar".
En definitiva, el programa que la Pascua propone a los cristianos es la autenticidad y coherencia que lleva a preocuparse de los sufrimientos, de las injusticias y de los pecados que hay en este mundo; a vivificar los valores auténticamente humanos por medio de la caridad; y atender a ese anhelo de lo desconocido y eterno que se observa con frecuencia en los no creyentes. En la ciudad terrena hay muchas cosas buenas que aprovechar y por las que trabajar, viviendo ya unidos a Cristo, con la mirada en el Cielo.