Elías Rodríguez Toral, manager of the Translation and Innovation Unit Cima University of Navarre
Domesticating dinosaurs
Hace ya tiempo que el paradigma ha cambiado. Aquella imagen de la industria farmacéutica como un gigantesco holding empresarial inmerso en lucrativos negocios capaces de controlar a gobiernos y pueblos desde el lujoso ático de un rascacielos, quedó atrás hace tiempo. Los avances tecnológicos, la internacionalización y la economía global han equilibrado pesos y fuerzas. Así, hoy día, una empresa biotecnológica pequeña puede prosperar rápidamente y convertirse en una atractiva farmacéutica en potencia si da con la tecla adecuada. Por el contrario, una gran farmacéutica puede derrumbarse y casi desaparecer si un ensayo clínico fracasa en sus estadíos finales arrastrando consigo millones dólares; y lo que es peor, la esperanza de los pacientes en una cura que no acaba de llegar. Además, la crisis reciente nos ha colocado a todos en nuestro lugar. Mientras los centros de investigación nos hemos esforzado por buscar fondos para la investigación en caladeros hasta ahora inexplorados, las grandes compañías farmacéuticas han reducido considerablemente sus departamentos de I+D, al tiempo que recorrían las universidades entrevistándose con científicos de prestigio en una incansable búsqueda de prometedores proyectos de investigación a los que dirigir sus esfuerzos. Lo que antes hacían en sus propias compañías, empezaron a buscarlo fuera, en robustos estudios ya iniciados, pero que por falta de recursos avanzaban desesperadamente lentos o se abandonaban. Y vinieron ¡vaya que si vinieron! Los grandes dinosaurios dejaron sus elegantes sedes internacionales y se acercaron a las universidades y centros tecnológicos de renombre para conocer minuciosamente la ciencia que se había estado gestando con esfuerzo y talento y que podría, con dinero, transformarse en un futuro ensayo clínico multicéntrico a nivel mundial. Buscaban esa ciencia buena, mejor dicho, excelente, novedosa y atractiva, aunque todavía muy preliminar que podía ser la semilla de algo grande si se cultivaba adecuadamente. Y así empezó la relación entre el niño y el dinosaurio, que hoy aún perdura. Se estaba gestando una alianza en la que el investigador aportaba todo el conocimiento adquirido hasta ese momento, la experiencia y todo el potencial enorme que hace crecer ese conocimiento. La compañía farmacéutica, nuestro T-Rex en la alegoría, ha modificado significativamente sus ansias voraces y, en lugar de llevarse el proyecto a su planta piloto allende los mares, lo que hizo fue poner su tecnología al servicio del investigador para acelerar su progresión. Han entendido que inyectando recursos pueden transformar el talento científico en algo palpable, en un activo interesante al principio que puede desembocar en un producto farmacéutico al final del camino. La industria y la academia juntas de la mano en un imparable tándem. Es el momento de la ciencia: las publicaciones en revistas de alto impacto y las grandes ponencias delante de colegas de todo el mundo deben esperar. Todo eso vendrá después. Ahora toca sumergirse para conocer el mecanismo que subyace a la enfermedad; identificar algún punto de ese mecanismo sobre el que se pueda incidir (la diana) para detener el proceso; descubrir el agente “terapéutico” que actuará sobre esa diana impidiendo que el proceso patológico avance. Habrá que demostrar que ese cortocircuito biológico ocurre tanto en un tubo de ensayo (in vitro) como en un pequeño ratón de laboratorio (in vivo) …y que ese efecto es siempre igual cuando se replican las mismas condiciones. Si se logra el éxito, si se atraviesa ese valle de la muerte donde perecen el 99% de las investigaciones, entonces es el momento del dinosaurio. Solo la industria farmacéutica puede cubrir los siguientes pasos ya que la inversión empieza a ser exponencial, y lo que antes era un proyecto de un par de años y unos pocos cientos de miles de euros se va a ir transformando en inversiones de siete cifras y decenas de equipos de trabajo aportando valor hasta llegar al producto final en el botiquín de cada casa. Antiguamente esto se hacía en sus gigantescas plantas de producción con cientos de personas intentando encajar el puzle ajenas a lo que estaba pasando fuera. Ahora no, la aldea global nos ha unido a todos y juntos avanzamos más rápido. La industria farmacéutica ha entendido que el resto de poblaciones del ecosistema pueden ser de gran utilidad para abrir nuevas vías de negocio si te acercas a ellos de la manera adecuada, asumiendo sus limitaciones (en gran parte debidas a su tamaño), pero también su manera de entender la ciencia. El investigador, que por definición persigue el conocer, descubrir y divulgar, ahora puede ir más allá: además de desentrañar las leyes de la naturaleza hasta en los procesos más microscópicos, puede llegar a incidir en ellos para cambiarlos, para mejorarlos, para curar…, aunque para ello tenga que ir acompañado de un dinosaurio, pero no me digan que por lograr el resultado no merece la pena correr el riesgo.